miércoles, 24 de marzo de 2010

Miguel Hernández: Del ay al ay -por el ay

La verdad es que la sensación que se tiene cuando se leen muchos poemas de Miguel Hernández es la tristeza, la pena de vivir. Su vida es una pena tras otra. Su cuna fue muy pobre y su vida fue ir arrastrando penosamente su alma por las tierras de España. Es natural que su compromiso político fuese con el bando republicano; y llegó a alistarse en sus milicias; y con sus dotes literarias arengaba a las tropas.

Él confiesa que la vida, su vida es dolor, dolor desde siempre. La repetición del ay es síntoma de ello.



Hijo soy del ay, mi hijo,

hijo de su padre amargo.

En un ay fui concebido

y en un ay fui engendrado.

Dolor de macho y de hembra

frente al uno el otro: ambos.

En un ay puse a mi madre

el vientre disparatado:

iba la pobre –¡ay, qué peso!–

con mi bulto suspirando.

–¡A y, que voy a malparir!

¡Ay, que voy a malograrlo!

¡Ay, que me apetece esto!

¡Ay, que aquello será malo!

¡Ay, que me duele la madre!

¡Ay, que no puedo llevarlo!

¡Ay, que se me rompe él dentro,

ay, que él afuera! ¡Ay, que paro!

En un ay nací: en un ay

y en un ay, ¡ay! fui criado.

– ¡A y, que me arranca los pechos

a pellizcos y a bocados!

¡Ay, que me deja sin sangre!

¡Ay, que me quiebra los brazos!

¡Ay, que mi amor y mi vida

se quedan sin leche, exhaustos!

¡Ay, que enferma! ¡Ay, que suspira!

¡Ay, que me sale contrario!

D el ay al ay, por ay,

a un ay eterno he llegado.

Vivo en un ay, y en un ay

moriré cuando haga caso

de la tierra que me lleva

del ay al ay trasladado.

¡Ay!, dirá, solo, mi huerto;

¡ay!, llorarán mis hermanos;

¡ay!, gritarán mis amigos,

y ¡ay!, también, cortado, el árbol

que ha de remitir mi caja,

ya tal vez sobre lo alto,

ya tal vez bajo los filos

del hacha fiera en la mano.

E l mundo me duele: ¡ay!

Me duele el vicio, y me paso

las horas de la virtud

con un ay entre los labios.

¡Ay, qué angustia! ¡Ay, qué dolor

de cielos, mares y campos;

de flores, montes y nieves;

de ríos, voces y pájaros!

Por palicos y cañicas

¡ay!, me veo sustentado.

El lilio no me hace señas,

¡ay!, con pañuelito cano.

Las pitas no me defienden,

con sus espadones áridos,

del demonio. Las palmeras

no me quieren hacer alto

por más que viva a la sombra

de estrella de sus palacios.

No me pone la naranja

el ojo redondo y claro,

ni con sus luces porosas

el limón el gusto amargo.

Y ¡adiós!, el aire me dice

cuando pasa por mi lado.

La inmovilidad del monte

no lleva mi sangre al paro,

ni hacia los cielos me tiran

honda ruda y puro raso,

y tengo la carne siempre

pechiabierta a los pecados.

Sucias rachas tumban todas

las cometas que levanto,

y todos los ruy-señores

esquivos y solitarios

se burlan de ver mis sitios

malamente acompañados.

¡Ay!, todo me duele: todo:

¡ay!, lo divino y lo humano.

Silbo para consolar

mi dolor a lo canario,

y a lo ruy-señor, y el silbo,

¡ay! me sale vulnerado.

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