lunes, 28 de noviembre de 2016

Leonardo Navarro: El niño que robó una librería




El día había llegado. Era el «día secreto», como le decía el pequeño Timothy. Y Timothy sabía que había llegado. En un sillón de madera de una sala muy particular, había un niño sentado; con ansias de hacer algo o mejor dicho… de oír algo. Ya ustedes se imaginarán quién es el niño.

Timothy esperaba impacientemente sentado en el sillón —por primera vez en mucho tiempo— que su madre lo dejara salir al parque de la plaza, que estaba en el centro del pueblo de donde vivía. Timothy en realidad no iba al parque, él sólo se quedaba en su «lugar secreto».

Timothy recordaba todo lo que había pensado los días pasados; todo lo que había ideado, el plan que había imaginado y que sólo podía llevarse a cabo muy cuidadosamente cuando llegara el momento, cuando llegara «el día secreto».

Un plan que involucraba también su «lugar secreto»: una librería muy vieja.
La librería no tenía nada en especial, era muy pequeña y estaba a punto de quebrar: pero era la única librería del pueblo. Arriba tenía una especie de tabla de madera roja desvencijada que rezaba: LIBRERÍA. Sólo eso, sin nombre, a la gente no le importaba, ¡y tampoco al dueño! La entrada era muy pequeña, y la vidriera también, sin embargo, se podían ver los libros en exhibición desde afuera.
Para Timothy era como el mejor lugar del mundo, un poco extraño para un pequeño de su edad. Timothy aseguraría que un lugar como ese no tenía igual. Lo designó como su «lugar secreto» porque en el pueblo a nadie de su edad —y de ninguna edad, al decir verdad— le gustaba leer y de sólo recordar lo que le había pasado cuando lo vieron leyendo un libro de niños —el primer y único libro que ha leído—, se ponía medio tristón.
Sólo hacía una cosa en su «lugar secreto»: pararse detrás de la vitrina y contemplar los libros que nunca podía adquirir, y de poder adquirir, nunca leer, por muchas razones que atormentaban su cabeza.
—¡TÚ SABES QUE ES VERDAD, IRIS! —dijo Jonathan.
Jonathan era el padrastro de Timothy, el papá real del pequeño había abandonado a su mamá y a él hacía ya varios años. Como de la nada, su madre se había enamorado de nuevo, pero Timothy pensaba que no era amor verdadero, y que sólo eran pareja por necesidad. ¡Y quién se lo imaginaría! A Timothy no le agradaba para nada Jonathan. Era una de esas personas que nunca quería conocer, por su mal carácter y por su poca comprensión con los pequeños. ¡Una combinación terrible!
—¡¿CÓMO PUEDES DECIR ESO ACERCA DEL PEQUEÑO!? —dijo Iris, secándose una lágrima que se derramaba por la mejilla.
Iris. La frágil Iris. Timothy sabía que la fragilidad de él era como la de su madre. «¡Tú me pegaste eso!», le había dicho una vez a su madre. El pequeño veía a su madre como un ser protector, que nunca lo abandonaría. Pero con la llegada de Jonathan, ella se había vuelto más distante. La perdía, ¡sí que la estaba perdiendo! Pero ella era la que le había enseñado el don de leer, algo que siempre tendría en su corazón.
Iris se volvió con Timothy más serena, y le dijo:
—Timothy, ya son las tres. Puedes ir al parque. Recuerda volver temprano, no te quedes jugando con tus amigos…
Amigos. A Timothy esa palabra lo turbaba. Era mejor que le dijeras «busca un cuchillo, y córtate un dedo», que «ve a jugar con tus amigos». Los niños nunca tuvieron agrado por Timothy, ¡debió ser por los deportes! Sí, seguro fue por eso, a Timothy no le gustaban los deportes, le gustaba más leer cualquier cosa.
A Timothy si que le gustaba leer. Pero en este punto es donde todo el mundo se pregunta, ¿cómo el pequeño Timothy alcanzó a leer algo en medio de su caótica vida? Pues, fue algo inoportuno. Timothy había salido como de costumbre a la plaza, ¡ni siquiera conocía la librería!,cuando al llegar, un libro tirado en el suelo lo sorprendió. Fue como un regalo del cielo, dejado por los ángeles. Al abrir aquel libro, que contaba la historia de un niño como él, y que peleaba con sus peores pesadillas, fue cuando se dio cuenta de que era algo maravilloso. Hasta que los niños del pueblo, lo vieron, leyendo el libro. Los niños —que ninguno sabía leer—, se burlaron de él hasta no decir más.
«Mira qué hace, y que leyendo un libro de niñitas. ¡Y no sabe ni patear un balón!», había dicho uno, y otro que le había dicho a sus amigos: «Este niño está loco, salgamos corriendo», fueron los comentarios que más le dolieron al indefenso Timothy. Antes de escapar llorando, había pateado el libro —que ni siquiera había terminado de leer—, y se preguntó que dónde podría encontrar más. Y como un milagro, divisó a lo lejos: «su lugar secreto», Timothy recordaba.
Timothy se levantó del sillón con un salto, caminó hacia la puerta y antes de salir soltó un suspiro y dijo:
—Ellos no son mis amigos.
—¿Pero qué dices?
Timothy hizo como si no hubiera escuchado nada, y mientras se alejaba oyó que su mamá y Jonathan habían reanudado la discusión que tenían.
Desde que Timothy había conocido a Jonathan, Iris y él siempre discutían, se porfiaban de simplezas —tonterías para Timothy— el uno con el otro. Nunca terminaban bien. Al principio Timothy salía corriendo a encerrarse en su cuarto, pero después cuando fue creciendo, le dejó de importar. Timothy se había acostumbrado, pero no era suficiente: Timothy necesitaba el silencio. Ya era hora de que tuviera su privacidad para hacer algo que hizo sólo una vez, y le encantó.
«Siempre es así —pensó Timothy con resentimiento—, gritos por todas partes. Un escándalo todo el tiempo. ¡Pero por qué! ¿Y de qué más estaban discutiendo? De mí, como si yo fuese el problema»
Sólo bajó la cabeza y empezó a caminar por la carretera inclinada que daba hacia el centro del pueblo. Cuando volvió a levantar la cabeza Timothy se dio cuenta del cielo nublado que predecía una llovizna fuerte. Timothy no quería que se arruinase el plan por el tiempo.
Mientras seguía bajando la dañada carretera inclinada repasaba el plan. Lo tenía pensado desde hace días, pero era muy cobarde, no se atrevía. Hasta ese día, «el día secreto», que ya no le quedaba tiempo. Cuando él buscaba formas de conseguir lo que quería, siempre inventaba planes locos, pues Timothy tenía imaginación. Pero claro, ¡éste plan era el más loco!, su mente era tan… ¿infantil?
Timothy llegó a la plaza, y se acomodó la parca porque una fuerte brisa lo azotaba.
La plaza era como la de cualquier otro pueblo olvidado. Las bancas estaban hechas de cemento y estaban quebradas; muy pocas papeleras, pero sin embargo sin un papel en el suelo; gente extraña viéndote y un parque de colores llamativos fantasma salido de una película de terror.
Mientras Timothy atravesaba la plaza para llegar a su «lugar secreto», se iba preparando para lo que le venía. ¡Ya estaba cerca!
La librería estaba igual como la había dejado Timothy: ¡pues abierta! A él le gustaba pensar de ese modo, le gustaba pensar que era dueño de la librería.
Timothy notó que Charles —el dueño de la librería— estaba sumido en la lectura de un libro muy extenso. ¿Cuántas páginas? ¡Como 1000! Timothy sabía todo, le había preguntado hacía tres días a Charles, cuando lo pilló fuera de su librería, que cuál sería su próxima lectura y que si era larga, ¡todo en nombre del plan! «Se llama Los pilares de la tierra, de Ken Follet, ¡tiene como 1000 páginas!», le había dichoCharles. ¡Como 1000! Eran muchas para Timothy, incluso para Charles. Así que Timothy sabía que estaría concentrado para cuando llegase el «día secreto».
«Lo sabía, tenía razón», se apremió Timothy.
Timothy entró, y a pesar de que nunca había entrado, la conocía mejor que todos los demás. El pequeño empezó a rondar las pequeñas estanterías y el dueño de la librería sólo le echó una ojeada.
«Éste es el momento.»
Cuando Charles se paró de su silla bruscamente, dejando caer el pesado libro al suelo, ya era más que tarde. Timothy ya se estaba colocando un libro bajo la parca al salir por la puerta. Charles no dudó ni un segundo al llamar a la policía. Cuando salió, miró en busca de algún policía.
—¡Policía! —exclamó Charles a uno que vio— El muchacho, el de la parca verde, me ha robado un libro, tiene que pagar. ¡Agárrelo! ¡Este pueblo es muy pequeño, no puede escapar!
El policía —que casualmente iba pasando por allí— escuchó todo el escándalo y se puso en búsqueda del niño —Para sorpresa del policía, el muchacho de la parca verde estaba sentado en una banca de la plaza, expectante —¡Oye muchacho! ¡El que está sentado en la banca!
Timothy lo miró nervioso.
—¿S… sí?
—¿Has robado algo?
Timothy miró hacia el suelo empedrado.
—Vamos, no digas mentiras… —dijo Gail, el policía del pueblo. El único.
—Sí, aquí está… —dijo Timothy, sacando de su parca un libro de guerras históricas.
—Oye muchacho, ¿por qué lo has hecho? ¿Cuántos años tienes? ¿Diez?
—Sí, tengo diez… —Timothy iba agregar algo más, pero se calló. No quería arruinar el plan.
El policía pensó un momento. ¿Guerras históricas un niño de diez años?, algo inusual. Y dijo:
—¿Cuál es tu nombre, muchacho?
—Timothy Holt —respondió el pequeño.
—Un libro de guerras históricas…, ¿por qué lo has robado?
—Es que…, lo necesitaba para la escuela.
—¿Y no tienes dinero?
«Si lo tuviera, ¡no lo habría robado!», pensó Timothy.
—Está bien, yo lo pagaré. Ahora devuélvalo…
—Esto no puede quedar así. Creo que ahora hablaremos con tus padres sobre tu castigo, ¿te parece bien?
—¡NO!
Los ojos de Timothy se ensancharon. ¿Qué era lo que le había dicho su mamá? ¿Dónde están las opciones que te daba el policía? Actoseguido, el policía dijo:
—Está bien, pequeño. ¿Qué tal si haces trabajo comunitario o pruebas un tiempo a solas en la celda del pueblo para meditar lo que has hecho?
Timothy se calmó. ¡Allí estaban las opciones! Su mamá le había dicho las dos opciones para redimirte en el pueblo. Trabajo comunitario, o en la celda un tiempo. La justicia no era tan moderna allí. ¡Ni las personas! Apenas la gente robaba algo. O mataba algo.
—Tomaré la opción dos, creo que meditaré mis acciones… —dijo Timothy, como tenía previsto.
—Buena elección… —respondió Gail—, ahora acompáñame.
Gail y Timothy llegaron a la celda del pueblo, estaba dentro del cuartel. Era una celda muy pequeña, era de dos metros por dos metros y sólo tenía un colchón mullido en el suelo.
El policía sacó de su bolsillo un llavero con sólo dos llaves y luego introdujo una llave en la cerradura y no funcionó. Volvió a intentar con la otra. La puerta se abrió y Timothy entró y se sentó en el colchón.
—Dejaré la puerta abierta, sólo estarás un poco menos que una hora aquí… —le dijo el policía al pequeño—, reflexiona lo que has hecho, ¡y que nunca se te ocurra volverlo a hacer! Yo estaré haciendo guardia… y hmm… sí, eso es todo.
Timothy en su cara dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
La sonrisa dejó al policía extrañado, con una interrogante en su cabeza, que no pensaba resolver.
Habían pasado sólo veinte minutos cuando el policía volvió a la celda, Timothy se esforzaba por esconder algo debajo del colchón. El policía vio el forcejeo extraño y ya sospechaba que algo andaba mal.
—Oye, ¿qué haces? —Dijo Gail, acercándose más a la celda.
—N… nada.
El policía vio un libro por detrás de la espalda de Timothy.
—¡Pero qué estás haciendo! ¡Has robado otro libro en el momento que salí! ¿Cómo es posible?
—¡NO!
—¡Y te atreves a negarlo! ¡Pero si he visto un libro por detrás de tu espalda!
El plan iba saliendo bien. Pero ya estaba arruinado. Tuvo que confesarlo.
—Sí, pero no lo robé el momento que usted salió. Lo robé junto con el otro. ¡Robe dos libros al mismo tiempo!
—¡Tonterías…, éstos muchachos infantiles de ahora! ¡Dame ese libro! —Le dijo a Timothy, arrancándole el libro de sus manos—. ¿Pero qué es esto? ¿Infantil? Ya se me hacía extraño que estuvieras feliz en esta celda… Te habías salido con la tuya, pero no conmigo. ¡Soy más listo! ¡Creíste que me engañarías!
Timothy empezó a llorar, no quería otro regaño más. Su plan estaba estropeado, oh…, su plan.
—¡No lo quise engañar! —Llegó a decir Timothy entre sus sollozos.
Las lagrimas de Timothy aguaron a Gail.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Yo no lo quise engañar… —dijo Timothy, secándose las lagrimas.
—¿Y qué querías? —Preguntó Gail, muy extrañado.
—Un momento de paz, tranquilidad —dijo Timothy, calmándose.
—¿Para qué?
—Para leer el libro que nunca terminé. El que me alejó de la triste realidad que vivo, sólo necesitaba paz… esa paz que es tan difícil de encontrar en donde vivo, ¡siempre hay discusiones! ¡Timothy esto, Timothy aquello! ¡YA PARENLO!
Timothy se tapó los oídos.
Gail quedó estupefacto. Nunca había escuchado semejante tipo de declaración, y menos proviniendo de alguien que se veía tan frágil como ese niño.
—Pero… —Gail no encontraba las palabras.
—Yo sólo quise terminarlo, sin que nadie me viera, sin que nadie se burlara. Sin que nadie me molestara… —le dijo al policía con un tono cada vez más apagado.
—¿Lo has terminado?
—No…
La tormenta seguía afuera. Y era lo único que se escuchaba. El cuartel estaba en silencio.
—Pues…, termínalo —dijo Gail.
Timothy levantó la cabeza y sus ojos miraron con angelical gracia al policía.
—No sé qué…
—No digas nada —el policía le dedicó un gesto de disculpas.
Timothy se quedó mirando a Gail por unos segundos más y bajó la mirada. Se quedó pensativo. Luego mostró una sonrisa.
El libro lo agarró, y lo continuó leyendo.
Timothy lo terminó en muy poco tiempo, pero su satisfacción y alegría duró para siempre: pues el plan, ¡su querido plan!, había resultado.

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