domingo, 19 de noviembre de 2017
lunes, 13 de noviembre de 2017
Gutenberg: el inventor que cambió el mundo
En 1471, un humanista francés rendía homenaje a la «nueva especie de libreros» que en los años pasados habían difundido desde Alemania una novedosa técnica que permitía fabricar libros sin necesidad de copiarlos a mano. Entre ellos «Juan, conocido como Gutenberg», había sido el verdadero «inventor de la imprenta», el hombre que ideó «los caracteres con que todo lo que se dice y piensa puede ser inmediatamente escrito, reescrito y legado a la posteridad».
Gutenberg y los tipos móviles
Johannes Gutenberg con los tipos móviles, base de su invención de la imprenta.
Johannes Gutenberg hizo uno de los descubrimientos que tendrían un impacto más profundo en la historia, pero su vida está repleta de incógnitas y lagunas. Se sabe que se llamaba en realidad Johannes Gensfleisch y que nació hacia 1398 en Maguncia. El nombre por el que se le conoce procede de una casa propiedad de su padre, un rico patricio local dedicado a la orfebrería.
Un artesano emprendedor
Tras estudiar tal vez en Erfurt, hacia 1434 emigró a Estrasburgo, donde se estableció como orfebre. En 1436 tuvo que afrontar la querella que le puso una dama, de nombre Ennelin, por haber roto su promesa de matrimonio; un signo de un carácter áspero y difícil que se había manifestado ya dos años antes, cuando hizo encarcelar a un paisano suyo por deudas.
La ciudad natal de Gutenberg
La ciudad alemana de Maguncia, con su imponente catedral, fue tanto la ciudad donde nació el inventor como el lugar donde Gutenberg desarrolló la imprenta.
No hay duda de que Gutenberg demostró pronto una excepcional pericia en cuestiones técnicas y un fuerte espíritu empresarial. En 1437 descubrió un novedoso sistema para pulir piedras preciosas, y un año después concertó un contrato con Andreas Dritzehn, Hans Riffe y Andreas Heilmann para fabricar espejos para los peregrinos. Los espejos se llevaban prendidos en el sombrero, en la túnica o en los bastones, y servían para captar los destellos de las reliquias e imágenes sagradas en la creencia de que así se transmitía su bendición. Esta actividad requería gran destreza en el manejo del metal y se dirigía a una demanda masiva, dos características que se encontraban también en el invento en el que Gutenberg estaba trabajando al mismo tiempo con gran sigilo: un sistema para fabricar libros de forma mecánica mediante caracteres metálicos.
La revolución de los tipos móviles
En Europa, durante muchos siglos no se conoció más forma de reproducción de textos que la copia manuscrita realizada por escribanos. El trabajo se concentró en los escritorios de los monasterios, pero en el siglo XIII la producción de manuscritos se desplazó a los nuevos centros universitarios, donde surgieron talleres que llegaron a emplear a medio centenar de copistas, organizados de forma prácticamente industrial. También se generalizó entonces el uso del papel, elaborado con lino y cáñamo, mucho más barato y manejable que el pergamino.
La biblia de Gutenberg
La obra maestra de la primera imprenta de Gutenberg en Maguncia fue la Biblia de 42 líneas, así llamada por el número de renglones a dos columnas que componían las 1.286 bellas páginas de la obra, impresa en dos volúmenes a tamaño folio. Gutenberg quería demostrar que mediante la imprenta podía elaborarse un libro tan hermoso y perfecto como los más soberbios manuscritos de la época, con la diferencia de que podían realizarse 200 copias iguales, que fue la tirada que se hizo. Se tardó alrededor de tres años en imprimirla, y se cree que se emplearon cuatro prensas funcionando simultáneamente, seis tipógrafos y una docena de prenseros.
Por otra parte, a finales del siglo XIV se difundió en Europa la técnica del grabado sobre madera, o xilografía, que permitía imprimir gran número de imágenes sobre tela o papel a partir de una única plancha. Esta primera imprenta se orientó inicialmente a la producción de imágenes piadosas, individuales o combinadas para formar libretos. También se podían imprimir opúsculos impresos por una sola cara, que coexistieron con los libros impresos en tipos metálicos durante la segunda mitad del siglo XV. Tenía, sin embargo, el inconveniente de que las planchas de madera grabada, además de requerir mucho tiempo para su talla, se deterioraban rápidamente.
Faltaba idear un sistema que permitiera imprimir mecánicamente textos escritos sin que fuera necesario grabar cada página. La solución fueron los tipos móviles: letras talladas en metal que podían combinarse para formar las palabras y líneas de una página de texto. Las ventajas del procedimiento, que permitía reproducir escritos con una rapidez y a una escala sin precedentes, le garantizaron un éxito fulgurante que se ha prolongado hasta la actualidad.
“No enseñéis a nadie la prensa”
El inventor alemán intentó mantener en secreto sus trabajo. De hecho pedía a sus socios que no enseñaran a nadie la prensa, una de las claves de su sistema.
En el pasado, los historiadores han propuesto diversos nombres como inventores de los tipos móviles en lugar de Gutenberg. Sin duda habría que empezar con los precedentes en el Lejano Oriente, documentados ya en el siglo XI, aunque no hay pruebas de que la invención se transmitiera a Occidente. En Aviñón, un orfebre llamado Waldvogel alardeaba, entre 1444 y 1446, de conocer un «arte de escribir artificialmente» (léase, de modo mecánico) y de tener «dos alfabetos de acero… 48 formas de estaño… y unos materiales destinados a la reproducción de textos hebreos y latinos». En Holanda se cita igualmente el nombre de Coster. Hoy en día, sin embargo, la paternidad exclusiva del descubrimiento se atribuye a Gutenberg, aunque las circunstancias en que se produjo siguen rodeadas de incertidumbre.
Parece que Gutenberg hizo los primeros ensayos de impresión en Estrasburgo, con el apoyo de sus socios en la empresa de fabricación de espejos. Él mismo se cuidó de mantener sus trabajos en secreto; a sus socios les pedía, en un documento, que no enseñasen a nadie la prensa, no se sabe si para pulir espejos o fabricar libros. En cualquier caso, a la muerte de Dritzehn estalló un conflicto de intereses entre Gutenberg y sus otros socios, y poco después el impresor volvió a Maguncia, donde se encontraba en 1448. De nuevo Gutenberg se vio en la obligación de buscar socios capitalistas para su empresa. Johann Fust, un rico negociante de Núremberg, le prestó 800 florines para la fabricación de «ciertos instrumentos», y luego le prometió 300 florines más para la «obra de libros», mediante un nuevo contrato en el cual estaban contemplados los gastos para papel, pergamino y tinta. Los estudiosos creen que este dinero se estaba invirtiendo en la impresión de la célebre Biblia de 42 líneas, aunque antes ya había impreso un manual para aprender latín así como formularios de indulgencias papales.
Un negocio muy lucrativo
Es probable que, pese a la gran inversión que se requería, la empresa fuera un éxito comercial desde el principio, o al menos suscitara expectativas de que llegara a serlo. Ello explicaría el sorprendente vuelco que se produjo a finales de 1455, cuando Fust acusó a Gutenberg de emplear el dinero que le había prestado para otra cosa que la «fabricación de libros». Fust logró que los tribunales condenasen a Gutenberg a devolverle el dinero que le adeudaba más los intereses, 1.200 florines en total, una suma enorme a la que Gutenberg no podía hacer frente.
Primera imprenta
El asalto de Maguncia en 1462 contribuyó a la difusion de la imprenta en Europa. La primera imprenta en Florencia fue fundada en 1471.
El resultado fue que Fust se hizo con buena parte del material de impresión y logró el objetivo que seguramente se proponía con la acusación: apropiarse del pingüe negocio y desembarazarse de un inventor fastidioso al que robó sus hallazgos. Con ayuda de su futuro yerno, Peter Schoeffer, que conocía la técnica de Gutenberg y era, sin duda, más fácil de manejar, creó uno de los talleres más prósperos de Europa.
Pese a ello, Gutenberg conservó al menos una prensa con la que siguió trabajando en Maguncia. Allí imprimió un diccionario latino, el CATHOLICON. Algunos autores creen que luego se trasladó un tiempo a la cercana Bamberg, donde entre 1458 y1460 concluiría la impresión de la Biblia de 36 líneas, empezada en Maguncia años antes.
La diáspora de los impresores
En la noche del 27 al 28 de octubre de 1462, Maguncia fue asaltada por las tropas de un poderoso príncipe, Adolfo II de Nassau, nombrado poco antes arzobispo de la ciudad. En los cruentos combates que siguieron murieron el rival de Adolfo, Diether von Isenburg, así como otros 400 ciudadanos, y la ciudad fue saqueada por la soldadesca del arzobispo vencedor. Muchos artesanos y comerciantes abandonaron Maguncia, entre ellos los distintos impresores que habían creado su negocio en los últimos años. Esta emigración forzosa favoreció la rápida difusión del arte de la imprenta a lo largo del Rin y luego por toda Europa, primero en Italia (Roma, 1467) y después hacia Francia (París, 1469). España acogió la primera imprenta en 1472, en Segovia, donde se instaló un impresor originario de Heidelberg.
Un invento aplicado a la industria
Imprenta de Gutenberg reconstruida en el museo de Maguncia. Aunque no inventó todos los componentes de la imprenta sí introdujo innovaciones técnicas fundamentales, como la fabricación de los caracteres a partir de una matriz en la que se grababan a punzón, o el uso de una tinta más intensa que la disolución acuosa utilizada en la xilografía.
Gutenberg también fue víctima de la represión desencadenada por el arzobispo-elector Nassau: se confiscó su casa familiar, la Gutenberghof, y debió exiliarse durante un tiempo a una ciudad próxima, Eltville. Se sabe que no pudo pagar al cabildo de Santo Tomás de Estrasburgo la suma de cuatro libras que le debía por los intereses de un préstamo, de lo que se deduce que pasó apuros económicos.
No se sabe si, cuando finalmente pudo volver a Maguncia, reanudó su trabajo como impresor. Su avanzada edad y la carencia de recursos eran un obstáculo importante, aunque tal vez aún pudo dirigir y supervisar la actividad de otros impresores. En 1465, el arzobispo de Maguncia reconoció su valía y lo incorporó al personal de su palacio, prometiéndole un estipendio anual, un vestido de corte, 20 medidas de trigo y toneles de vino para su casa. A su muerte, tres años después, el 26 de febrero de 1468, se encontraron entre sus bienes «ciertas formas, papeles, instrumentos, herramientas y otros objetos pertenecientes al trabajo de la imprenta». Los utensilios con los que había creado un nuevo oficio y había revolucionado la forma en que los hombres accederían en lo sucesivo a la información y el saber.
Libros de lectura
En esta escultura de 1517 se puede observar a una mujer leyendo un libro con un aspecto muy parecido al que podría tener cualquier libro actual.
Artículo publicado en http://www.nationalgeographic.com.es
miércoles, 8 de noviembre de 2017
Horacio Quiroga: El almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Después de la lectura, contesta las siguientes preguntas:
4.1. ¿Cuál es la razón del título?
4.2. ¿Cuál es el tema de la narración?
4.3. Escribe un breve resumen del argumento con sus tres
momentos (inicio, nudo y desenlace)
4.4. Describe los personajes del cuento
4.5. ¿Dónde suceden los hechos?
4.6. ¿En cuánto tiempo se desarrollan los hechos?
4.7. Redacta una valoración del relato.
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