sábado, 21 de diciembre de 2019

Robert Fischer: El caballero de la armadura oxidada (Cap. 2/7)



EN LOS BOSQUES DE MERLÍN

No fue tarea fácil encontrar el astuto mago. Había muchos bosques en los que buscar, pero sólo un Merlín. Así que el pobre caballero cabalgó día tras día, noche tras noche, debilitándose cada vez más.
Mientras cabalgaba en solitario a través de los bosques, el caballero se dio cuenta de que había muchas cosas que no sabía. Siempre había pensado que era muy listo, pero no se sentía tan listo ahora, intentando sobrevivir en los bosques.
De mala gana, se reconoció a sí mismo que no podía distinguir una baya venenosa de una comestible. Esto hacía del acto de comer una ruleta rusa. Beber no era menos complicado. El caballero intentó meter la cabeza en un arroyo, pero su yelmo se llenó de agua. Casi se ahoga dos veces. Por si eso fuera poco, estaba perdido desde que había entrado en el bosque. No sabía distinguir el norte del sur, ni el este del oeste. Por fortuna, su caballo sí lo sabía.
Después de meses de buscar en vano, el caballero estaba bastante desanimado. Aún no había encontrado a Merlín, a pesar de haber viajado muchas leguas. Lo que le hacía sentirse peor aún era que ni siquiera sabía cuánto era una legua. Una mañana, se despertó sintiéndose más débil de lo normal y un tanto peculiar. Aquella misma mañana encontró a Merlín. El caballero reconoció al mago enseguida. Estaba sentado en un árbol, vestido con una larga túnica blanca. Los animales del bosque estaban reunidos a su alrededor, y los pájaros descansaban en sus hombros y brazos.
El caballero movió la cabeza sombríamente de un lado a otro, haciendo  que rechinase su armadura. ¿Cómo podían estos animales encontrar a Merlín con tanta facilidad cuando había sido tan difícil para él?
Cansinamente, el caballero descendió de su caballo.
- Os he estado buscando - le dijo al mago - He estado perdido durante meses.
- Toda vuestra vida - le corrigió Merlín, mordiendo una zanahoria y compartiéndola con el conejo más cercano.
El caballero se enfureció.
- No he venido hasta aquí para ser insultado.
- Quizá siempre os habéis tomado la verdad como un insulto - dijo Merlín, compartiendo la zanahoria con algunos de los animales.
 
Al caballero tampoco le gustó mucho este comentario, pero estaba demasiado débil de hambre y sed como para subir a su caballo y  marcharse. En lugar de eso, dejó caer su cuerpo envuelto en metal sobre la hierba. Merlín le miró con compasión.
- Sois muy afortunado - comentó - Estáis demasiado débil para correr.
- ¿Y eso qué quiere decir? - preguntó con brusquedad el caballero. Merlín sonrió por respuesta.
- Una persona no puede correr y aprender a la vez. Debe permanecer en un lugar durante un tiempo.
- Sólo me quedaré aquí el tiempo necesario para aprender cómo salir de esta armadura - dijo el caballero.
- Cuando hayáis aprendido eso - afirmó Merlín - nunca más tendréis que subir a vuestro caballo y partir en todas direcciones.
El caballero estaba demasiado cansado como para cuestionar esto. De alguna manera, se sentía consolado y se quedó dormido enseguida.
Cuando el caballero despertó, vio a Merlín y a los animales a su alrededor. Intentó sentarse, pero estaba demasiado débil. Merlín le tendió una copa de plata que contenía un extraño líquido.
- Bebed esto - le ordenó.
- ¿Qué es? - preguntó el caballero, mirando la copa receloso.
- ¡Estáis tan asustado! - dijo Merlín - Por supuesto, por eso os pusisteis la armadura desde el principio.
El caballero no se molestó en negarlo, pues estaba demasiado sediento.
- Está bien, lo beberé. Vertedlo por mi visera.
- No lo haré. Es demasiado valioso para desperdiciarlo.
Rompió una caña, puso un extremo en la copa y deslizó el otro por uno de los orificios de la visera del caballero.
-¡Ésta es una gran idea! - dijo el caballero.
- Yo lo llamo pajita - replicó Merlín.
- ¿Por qué?
- ¿Y por qué no?
El caballero se encogió de hombros y sorbió el líquido por la caña. Los primeros sorbos le parecieron amargos, los siguientes más agradables, y los últimos tragos fueros bastante deliciosos.
Agradecido, el caballero le devolvió la copa a Merlín.
- Deberías lanzarlo al mercado. Os haríais rico.
 Merlín se limitó a sonreír.
- ¿Qué es ? - preguntó el caballero.
- Vida.
- ¿Vida?
- Si - dijo el sabio mago. - ¿No os pareció amarga al principio y, luego, a medida que la degustabais, no la encontrabais cada vez más apetecible?.
El caballero asintió.
- Sí, los últimos sorbos resultaron deliciosos.
- Eso fue cuando empezasteis a aceptar lo que estabais bebiendo.
- ¿Estáis diciendo que la vida es buena cuando uno la acepta? - preguntó el caballero.
- ¿Acaso no es así? - replicó Merlín, levantando una ceja divertido.
- ¿Esperáis que acepte toda esta pesada armadura?.
- Ah - dijo Merlín - no nacisteis con esa armadura. Os la pusisteis vos mismo. ¿Os habéis preguntado por qué?.
- ¿Y por qué no? - replicó el caballero, irritado. En ese momento, le estaba empezando a doler la cabeza. No estaba acostumbrado a pensar de esa manera.
- Seréis capaz de pensar con mayor claridad cuando recuperéis fuerzas - dijo Merlín.
Dicho esto, el mago hizo sonar sus palmas y las ardillas, llevando nueces entre los dientes, se alinearon delante del caballero. Una por una, cada ardilla trepó al hombro del caballero, rompió y masticó una nuez, y luego empujó los pequeños trozos a través de la visera del caballero. Las liebres hicieron lo mismo con las zanahorias, y los ciervos trituraron raíces y bayas para que el caballero comiera. Este método de alimentación nunca sería aprobado por el ministerio de Sanidad, pero ¿qué otra cosa podía hacer un caballero atrapado en su armadura en medio del bosque?.
Los animales alimentaban al caballero con regularidad, y Merlín le daba a beber enormes copas de Vida con la pajita. Lentamente, el caballero se fue fortaleciendo, y comenzó a sentirse esperanzado.
Cada día le hacía la misma pregunta a Merlín:
- ¿Cuando podré salir de esta armadura? Cada día Merlín replicaba:
 
-¡Paciencia! Habéis llevado esa armadura durante mucho tiempo. No  podéis salir de ella así como así.
Una noche, los animales y el caballero estaban oyendo al mago tocar con su laúd los últimos éxitos de los trovadores. Mientras esperaba que Merlín acabara de tocar Añoro los viejos tiempos, en que los caballeros eran valientes y las damiselas eran frías, el caballero le hizo una pregunta que tenía en mente desde hacía tiempo.
-¿Fuisteis en verdad el maestro del rey Arturo? El rostro del mago se encendió.
- Sí, yo le enseñé a Arturo - dijo.
-Pero ¿cómo podéis seguir vivo? iArturo vivió hace mucho tiempo! - exclamó el caballero.
- Pasado, presente y futuro son uno cuando estás conectado a la Fuente - replicó Merlín.
- ¿Qué es la Fuente? - preguntó el caballero.
- Es el poder misterioso e invisible que es el origen de todo.
- No entiendo - dijo el caballero.
- Eso se debe a que intentáis comprender con la mente, pero vuestra mente es limitada.
- Tengo una mente muy buena - le discutió el caballero.
- E inteligente - añadió Merlín - Ella te atrapó en esa armadura.
El caballero no pudo refutar eso. Luego recordó algo que Merlín le había dicho nada más llegar.
- Una vez me dijisteis que me había puesto esta armadura porque tenía miedo.
- ¿No es eso verdad? - respondió Merlín.
- No, la llevaba para protegerme cuando iba a la batalla.
- Y temíais que os hirieran de gravedad o que os mataran - añadió Merlín.
- ¿Acaso no lo teme todo el mundo? Merlín negó con la cabeza.
- ¿Y quién os dijo que teníais que ir a la batalla?
- Tenía que demostrar que era un caballero bueno, generoso y amoroso.
- Si realmente erais bueno, generoso y amoroso, ¿por qué teníais que demostrarlo? - preguntó Merlín.
El caballero eludió tener que pensar en eso de la misma manera que solía eludir todas las cosas: se puso a dormir.
 
A la mañana siguiente, despertó con un pensamiento elevado en  su mente: ¿Era posible que no fuese bueno, generoso y amoroso? Decidió preguntárselo a Merlín.
- ¿Qué pensáis vos? - replicó Merlín.
- ¿Por qué siempre respondéis a una pregunta con otra pregunta?
- ¿ Y por qué siempre buscáis que otros os respondan vuestras preguntas? El caballero se marchó enfadado, maldiciendo a Merlín entre dientes.
- ¡Ese Merlín! - masculló - ¡Hay veces que realmente me saca de mi armadura!.
Con un ruido seco, el caballero dejó caer su pesado cuerpo bajo un árbol para reflexionar sobre las preguntas del mago.
¿Qué pensaba en realidad?
- ¿Podría ser - dijo en voz alta a nadie en particular - que yo no fuera bueno, generoso y amoroso?
- Podría ser - dijo una vocecita - Si no ¿por qué estáis sentado sobre mi cola?
- ¿Eh? - el caballero miró hacia abajo y vio a una pequeña ardilla sentada a su lado. Es decir, a casi toda la ardilla. Su cola estaba escondida.
- ¡Oh perdona! - dijo el caballero, moviendo rápidamente la pierna para  que la ardilla pudiera recuperar su cola - Espero no haberte hecho daño. No veo muy bien con esta visera en mi camino.
- No lo dudo - replicó la ardilla sin ningún resentimiento en la voz - Por  eso siempre estáis pidiendo disculpas a la gente por haberles hecho daño.
- La única cosa que me irrita más que un mago sabelotodo es una ardilla sabelotodo. - gruñó el caballero - No tengo por qué quedarme aquí y hablar contigo.
Luchó contra el peso de la armadura en un intento de ponerse de pie. De repente, sorprendido, balbuceó:
- ¡Eh... tu y yo estamos hablando!
- Un tributo a mi buena fe - replicó la ardilla - teniendo en cuenta que os habéis sentado sobre mi cola.
- Pero si los animales no pueden hablar - dijo el caballero.
- Oh, claro que pueden - dijo la ardilla - Lo que sucede es que la gente no escucha.
El caballero movió la cabeza perplejo.
- ¿Me has hablado antes?
 - Claro, cada vez que rompía una nuez y la empujaba por vuestra visera.
- ¿Cómo es que te puedo oír ahora si no te podía oír entonces?
- Admiro una mente inquisitiva - comentó la ardilla - pero ¿nunca aceptáis nada tal como es, simplemente porque es?
- Estás respondiendo a mis preguntas con preguntas - dijo el caballero - Has pasado demasiado tiempo con Merlín.
- Y vos no habéis pasado el tiempo suficiente con él.
La ardilla le dio un ligero golpe al caballero con su cola y trepó a un árbol corriendo. El caballero la llamó.
- ¡Espera! ¿Cómo te llamas?
- Ardilla - replicó ella simplemente, y desapareció en la copa del árbol.
Aturdido, el caballero movió la cabeza. ¿Se había imaginado todo esto? En ese preciso instante, vio a Merlín acercarse.
- Merlín - dijo Tengo ganas de salir de aquí. He empezado a   hablar con las ardillas.
- Espléndido - replicó el Mago. El caballero le miró preocupado.
- ¿Cómo puede ser espléndido? ¿Qué queréis decir?.
- Simplemente eso. Os estáis volviendo lo suficientemente sensible como para sentir las vibraciones de otros.
El caballero estaba obviamente confundido, así que Merlín continuó explicando:
- No hablasteis con la ardilla con palabras, sino que sentisteis sus vibraciones, y tradujisteis esas vibraciones en palabras. Estoy esperando el día en que empecéis a hablar con las flores.
- Eso será el día que las plantéis en mi tumba. ¡Tengo que salir de estos bosques!
- ¿Adonde irías?
- Regresaría con Julieta y Cristóbal. Han estado solos durante mucho tiempo. Tengo que volver y cuidar de ellos.
- ¿Cómo podéis cuidar de ellos si ni siquiera podéis cuidar de vos mismo? - preguntó Merlín.
- Pero les echo de menos - se quejó el caballero - quiero regresar con ellos. Aún en el peor de los casos.
- Y es exactamente así como regresaréis si vais con vuestra armadura - le previno Merlín.
 El caballero miró a Merlín con tristeza.
- No quiero esperar a quitarme la armadura. Quiero volver ahora y ser un marido bueno, generoso y amoroso para Julieta y un gran padre para Cristóbal.
Merlín asintió comprensivo. Le dijo al caballero que regresar para dar de sí mismo era un maravilloso regalo.
- Sin embargo - añadió - un don para ser un don, debe ser aceptado. De no ser así es como una carga para las personas.
- ¿Queréis decir que quizá no quieran que regrese? - preguntó el caballero sorprendido - Seguramente me darían otra oportunidad. Después de todo, yo soy uno de los mejores caballeros del reino.
- Quizás esta armadura sea más gruesa de lo que parece - dijo Merlín con suavidad.
El caballero reflexionó sobre esto. Recordó las eternas quejas de Julieta porque él se iba a la batalla tan a menudo, por la atención que le prestaba  a su armadura, y por su visor cerrado y su costumbre de quedarse dormido para no oír las palabras. Quizá Julieta no quisiera que él volviese, pero Cristóbal sí querría.
- ¿Por qué no mandarle una nota a Cristóbal y preguntárselo? - sugirió Merlín.
El caballero estuvo de acuerdo en que era una buena idea, pero ¿cómo podía hacerle llegar una nota a Cristóbal?
Merlín señaló a la paloma que estaba posada sobre su hombro.
- Rebeca la llevará.
El caballero estaba perplejo.
- Ella no sabe donde vivo. Es sólo un estúpido pájaro.
- Puedo distinguir el norte del sur y el este del oeste - respondió secamente Rebeca - lo cual es más de lo que se podría decir de vos.
El caballero se disculpó rápidamente. Estaba completamente pasmado. No sólo había hablado con una paloma y una ardilla, sino que además las había hecho enfadar a las dos en el mismo día.
Como era un pájaro de gran corazón, Rebeca aceptó las disculpas del caballero y partió con la nota para Cristóbal en el pico.
- No arrulles con palomas extrañas o dejarás caer mi nota - le gritó el caballero.
 Rebeca ignoró este comentario desconsiderado. El caballero estaba cada vez más impaciente, temiendo que hubiera caído presa de alguno de los halcones de caza que él y otros caballeros habían entrenado. Se estremeció, preguntándose cómo había podido participar en un deporte tan sucio, y se arrepintió otra vez de su horrible equivocación.
Cuando Merlín terminó de tocas su laúd y de cantar Tendrás un largo y frío invierno, si tienes un corto y frío corazón, el caballero le expresó sus preocupaciones con respecto a Rebeca.
Merlín le dio confianza con un alegre verso:
- La paloma más lista que jamás haya volado, no puede ir a parar a ningún guisado.
En ese momento, un gran parloteo se levantó entre los animales. Todos miraban al cielo, así que Merlín y el caballero miraron también. Muy alto, sobre sus cabezas, dando círculos para aterrizar, estaba Rebeca.
El caballero se puso de pie con gran esfuerzo, el tiempo que Rebeca se posaba en el hombro de Merlín. Cogiendo la nota de su pico, el mago la miró y le dijo al caballero con gravedad que era de Cristóbal.
- ¡Déjamela ver! - dijo el caballero, quitándole el papel... ¡Está en blanco! Exclamó- ¿qué quiere decir esto?
- Quiere decir - dijo Merlín suavemente - que vuestro hijo no os conoce lo suficiente como para daros una respuesta.
El caballero permaneció quieto un momento, pasmado, luego lanzó un gemido y lentamente cayó al suelo. Intentó retener las lágrimas, pues los caballeros de brillante armadura simplemente no lloran. Sin embargo,  pronto su pena le venció. Luego, exhausto y medio ahogado en su yelmo por las lágrimas, el caballero se quedó dormido.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Robert Fischer: El caballero de la armadura oxidada (Cap. 1/7)


EL DILEMA DEL CABALLERO

Hace ya mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía un caballero que pensaba que era bueno, generoso y amoroso. Hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos, generosos y amorosos. Luchaba contra sus enemigos, que era malos, mezquinos y odiosos. Mataba a dragones y rescataba a damiselas en apuros. Cuando en el asunto de la caballería había crisis, tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso cuando ellas no deseaban ser rescatadas y, debido a esto, aunque muchas damas le estaban agradecidas, otras tantas se mostraban furiosas con el caballero. Él lo aceptaba con filosofía. Después de todo, no se puede contentar a todo el mundo.
Nuestro caballero era famoso por su armadura. Reflejaba unos rayos de  luz tan brillantes que la gente del pueblo juraba no haber visto el sol salir  en el norte o ponerse en el este cuando el caballero partía a la batalla. Y partía a la batalla con bastante frecuencia. Ante la mera mención de una cruzada, el caballero se ponía la armadura entusiasmado, montaba su caballo y cabalgaba en cualquier dirección. Su entusiasmo era tal que a veces partía en varias direcciones a la vez, lo cual no es nada fácil.
Durante años, el caballero es esforzó en ser el número uno del reino. Siempre había otra batalla que ganar, otro dragón que matar y otra damisela que rescatar.
El caballero tenía una mujer fiel y bastante tolerante, Julieta, que escribía hermosos poemas, decía cosas inteligentes y tenía debilidad por el vino. También tenía un hijo de cabellos dorados, Cristóbal, al que esperaba ver algún día, convertido en un valiente caballero.
Julieta y Cristóbal veían poco al caballero porque, cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo. Con el tiempo, el caballero se enamoró hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar y, a menudo, para dormir. Después de un tiempo, ya no  se tomaba la molestia de quitársela para nada. Poco a poco, su familia fue olvidando qué aspecto tenía sin ella.
Ocasionalmente, Cristóbal le preguntaba a su madre qué aspecto tenía su padre. Cuando esto sucedía, Julieta llevaba al chico hasta la chimenea y señalaba el retrato del caballero.

- He aquí a tu padre - decía con un suspiro.
Una tarde, mientras contemplaba el retrato, Cristóbal le dijo a su madre:
-Ojalá  pudiera a ver a padre en persona.
-iNo puedes tenerlo todo! - respondió bruscamente Julieta.
Estaba cada vez más harta de tener tan sólo una pintura como recuerdo del rostro de su marido y estaba cansada de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.
Cuando paraba en casa y no estaba absolutamente pendiente de su armadura, el caballero solía recitar monólogos sobre sus hazañas. Julieta y Cristóbal casi nunca podían decir una palabra. Cuando lo hacían, el  caballero las acallaba, ya sea cerrando su visera o quedándose repentinamente dormido.
Un día, Julieta se enfrentó a su marido.
- Creo que amas más a tu armadura de lo que me amas a mí.
- Eso no es verdad - respondió el caballero - ¿Acaso no te amé lo suficiente como para rescatarte de aquel dragón e instalarte en este elegante castillo con paredes empedradas?
- Lo que tu amabas - dijo Julieta, espiando a través de  la visera para poder ver sus ojos - era la idea de rescatarme. No me amabas realmente entonces y tampoco me amas realmente ahora.
- Sí que te amo - insistió el caballero, abrazándola torpemente con su fría y rígida armadura, casi rompiéndole las costillas.
-¡Entonces, quítate esa armadura para ver quién eres en realidad! - le exigió.
- No puedo quitármela. Tengo que estar preparado para montar en mi caballo y partir en cualquier dirección - explicó el caballero.
- Si no te quitas la armadura, cogeré a Cristóbal, subiré a mi caballo y me marcharé de tu vida.
Bueno, esto sí que fue un golpe para el caballero. No quería que Julieta se fuera. Amaba a su esposa y a su hijo y a su elegante castillo, pero también amaba a su armadura porque les mostraba a todos quién era él: un caballero bueno, generoso y amoroso. ¿Por qué no se daba cuenta Julieta de ninguna de estas cualidades?.
El caballero estaba inquieto. Finalmente, tomó una decisión. Continuar llevando la armadura no valía la pena si por ello había de perder a Julieta y Cristóbal.

De mala gana, el caballero intentó quitarse el yelmo pero, ino se movió!. Tiró con más fuerza. Estaba muy enganchado. Desesperado, intentó levantar la visera pero, por desgracia, también estaba atascada. Aunque  tiró de la visera una y otra vez, no consiguió nada.
El caballero caminó de arriba abajo con gran agitación. ¿Cómo podía haber sucedido esto? Quizá no era tan sorprendente encontrar el yelmo atascado, ya que no se lo había quitado en años, pero la visera era otro asunto. Lo había abierto con regularidad para comer y beber. Pero bueno, isi la había abierto esa misma mañana para desayunar huevos revueltos y cerdo en su salsa!.
Repentinamente, el caballero tuvo una idea. Sin decir adónde iba, salió corriendo hacia la tienda del herrero, en el patio del castillo. Cuando llegó, el herrero estaba dándose forma a una herradura con sus manos.
- Herrero - dijo el caballero - tengo un problema.
- Sois un problema, señor - dijo socarronamente el herrero, con su tacto habitual.
El caballero, que normalmente gustaba de bromear, arrugó el entrecejo.
- No estoy de humor para tus bromas en estos momentos. Estoy atrapado en esta armadura - vociferó, al tiempo que golpeaba el suelo con el pie revestido de acero, dejándolo caer accidentalmente sobre el dedo gordo del pie del herrero.
El herrero dejó escapar un aullido y, olvidando por un momento que el caballero era su señor, le propinó un brutal golpe en el yelmo. El caballero sintió tan sólo una ligera molestia. El yelmo ni se movió.
- Inténtalo otra vez - ordenó el caballero, sin darse cuenta de que el herrero le había golpeado porque estaba enfadado.
- Con gusto - dijo el herrero, balanceando un martillo en venganza y dejándolo caer con fuerza sobre el yelmo del caballero. El yelmo ni siquiera se abolló.
El caballero se sintió muy turbado. El herrero era, con mucho, el hombre más fuerte del reino. Si él no podía sacar al caballero de su armadura,
¿quién podría?.
Como era un buen hombre, excepto cuando le aplastaban el dedo gordo del pie, el herrero percibió el pánico del caballero y sintió lástima.

- Estáis en una situación difícil, caballero, pero no os deis por vencido. Regresad mañana cuando yo haya descansado. Me habéis cogido el final de un día muy duro.
Aquella noche, la cena fue difícil. Julieta se enfadaba cada vez más a medida que iba introduciendo por los orificios de la visera del caballero la comida que había tenido que triturar previamente. A mitad de la cena, el caballero le contó a Julieta que el herrero había intentado abrir la armadura, pero que había fracasado.
-iNo te creo, bestia ruidosa! -Gritó al tiempo que estrellaba el plato de puré de estofado de paloma contra su yelmo.
El caballero no sintió nada. Sólo cuando la salsa comenzó a chorrear por los orificios de la visera, se dio cuenta de que le habían dado en la cabeza. Tampoco había sentido el martillo del herrero aquella tarde. De  hecho, ahora que lo pensaba, su armadura no le dejaba sentir apenas nada, y la había llevado durante tanto tiempo que había olvidado cómo se sentían las cosas sin ella.
El caballero se entristeció mucho porque Julieta no creía que estaba intentando quitarse la armadura. El herrero y él lo habían intentado, y lo siguieron intentado durante días, sin éxito. Cada día el caballero se  deprimía más y Julieta estaba cada vez más fría.
Finalmente, el caballero admitió que los esfuerzos del herrero eran vanos.
-iVaya con el hombre más fuerte del reino! iNi siquiera puedes abrir este montón de lata! - gritó con frustración.
Cuando el caballero regresó a casa, Julieta le chilló:
- Tu hijo no tiene más que un retrato de su padre, y estoy harta de hablar con una visera cerrada. No pienso volver a pasar comida por los agujeros  de esa horrible cosa nunca más. iEste es el último puré de cordero que te preparo!
- No es mi culpa si estoy atrapado en esta armadura. Tenía que llevarla para estar siempre listo para la batalla. ¿De qué otra manera, si no, hubiera podido comprar bonitos castillos y caballos para ti y para Cristóbal?
- No lo hacías por nosotros - argumentó Julieta, ¡Lo hacías por ti!.
Al caballero le dolió en el alma que su mujer pareciera no amarlo más. También temía que, si no se quitaba la armadura pronto, Julieta y Cristóbal realmente se marcharían. Tenía que quitarse la armadura, pero no sabía cómo.

El caballero descartó una idea tras otra por considerarlas poco viables. Algunos planes eran realmente peligrosos. Sabía que cualquier caballero  que se plantease fundir su armadura con la antorcha de un castillo, o congelarla saltando a un foso helado, o hacerla explotar con un cañón, estaba seriamente necesitado de ayuda. Incapaz de encontrar ayuda en su propio reino, el caballero decidió buscar en otras tierras.
"En algún lugar debe de haber alguien que me pueda ayudar a quitarme esta armadura", pensó.
Desde luego, echaría de menos a Julieta, Cristóbal y el elegante castillo. También temía que, en su ausencia, Julieta encontrara el amor en brazos de otro caballero, uno que estuviera deseoso de quitarse la armadura y de ser un padre para Cristóbal. Sin embargo, el caballero tenía que irse, así que, una mañana, muy temprano, montó en su caballo y se alejó cabalgando. No osó mirar atrás por miedo a cambiar de idea.
Al salir de la provincia, el caballero se detuvo para despedirse del rey, que había sido muy bueno con él. El rey vivía en un grandioso castillo en la cima de una colina del barrio elegante. Al cruzar el puente levadizo y entrar en el patio, el caballero vio al bufón sentado con las piernas cruzadas, tocando la flauta.
El bufón se llamaba Bolsalegre porque llevaba sobre su hombro una bolsa con los colores del arco iris, llena de artilugios para hacer reír o sonreír a la gente. Había extrañas cartas que utilizaba para adivinar el futuro de las personas, cuentas de vivos colores que hacía aparecer y desaparecer y graciosas marionetas que usaba para divertir a su audiencia.
- Hola, Bolsalegre - dijo el caballero - He venido a decirle adiós al rey. El bufón miró hacia arriba.
- El rey se acaba de ir.
No hay nada que él os pueda decir.
- ¿Adónde ha ido? - preguntó el caballero.
- A una  cruzada ha partido.
Si lo esperáis, vuestro tiempo habréis perdido.
El caballero quedó decepcionado por no haber podido ver al rey y perturbado por no poder unirse a él en la cruzada.
- Oh - suspiró. Podría morir de inanición dentro de esta armadura antes de que el rey llegara. - quizás no le vuelva a ver nunca más.

El caballero sintió ganas de dejarse caer de su montura pero, por supuesto, la armadura se lo impedía.
- Sois una imagen triste de ver.No con todo vuestro poder, vuestra situación podéis resolver.
- No estoy de humor para tus insultantes rimas - ladró el caballero, tenso dentro de su armadura 
- ¿No puedes tomarte los problemas de alguien seriamente por una vez?.
Con una clara y lírica voz, Bolsalegre cantó:
- A mí los problemas no me han de afectar. Son oportunidades para criticar.
- Otra canción cantarías si fueras tú el que estuviera atrapado aquí -  gruñó el caballero.
Bolsalegre continuó:
- A todos, alguna armadura nos tiene atrapados. Sólo que la vuestra ya la habéis encontrado.
- No tengo tiempo de quedarme y oír tus tonterías. Tengo que encontrar la manera de salir de esta armadura.
Y dicho esto, el caballero se dispuso a partir, pero Bolsalegre le llamó:
- Hay alguien que puede ayudaros, caballero, a sacar a la luz vuestro yo verdadero.
El caballero detuvo su caballo bruscamente y, emocionado, regresó hacia Bolsalegre.
- ¿conoces a alguien que me pueda sacar de esta armadura? ¿Quién es?
- Tenéis que ver al mago Merlín, así lograréis ser libre al fin.
- ¿Merlín? El único Merlín del que he oído hablar es el gran sabio, el maestro del Rey Arturo.
- Sí. Sí, el mismo es.
Merlín solo hay uno, ni dos ni tres.
- ¡Pero no puede ser! -Exclamó el caballero - Merlín y el rey Arturo vivieron hace muchos años.
Bolsalegre replicó:
- Es verdad, pero aún vive ahora. En los bosques el sabio mora.
- Pero esos bosques son tan grandes... dijo el caballero - ¿cómo lo encontraré ahí?
Bolsalegre sonrió.
- Aunque muy difícil ahora os parece. Cuando el alumno está preparado, el maestro aparece.
- Ojalá Merlín apareciera pronto. Voy a buscarlo a él - dijo el caballero.
Estiró el brazo y le dio la mano a Bolsalegre en señal de gratitud, y por poco le tritura los dedos del bufón con el guantelete.
Bolsalegre dio un grito. El caballero soltó rápidamente la mano del bufón.
- Lo siento.
Bolsalegre se frotó los magullados dedos.
- Cuando la armadura desaparezca y estéis bien. Sentiréis el dolor de los otros también.
- ¡Me voy! - dijo el caballero.
Hizo girar su caballo y, abrigando nuevas esperanzas en su corazón, se alejó galopando.

lunes, 28 de octubre de 2019

Mapa conceptual sobre el arte del Renacimiento



Pulsa sobre cualquiera de las imágenes para ver el mapa completo

TESTEANDO SOBRE EL RENACIMIENTO
ADIVINANZA (DESCUBRIR LA OBRA DE ARTE)

domingo, 13 de octubre de 2019

El Renacimiento


Pulsa sobre la imagen para ir al Libro Interactivo Multimedia sobre el Renacimiento


Alumnos como vosotros han hecho este vídeo en el que exponen de manera clara los principales conceptos relacionados con el Renacimiento:



Vídeo de Educatina:



domingo, 6 de octubre de 2019

Mapa conceptual sobre La Edad Moderna y el Humanismo


Pusa sobre el mapa para ir a la web

Puedes descargar el pdf



miércoles, 2 de octubre de 2019

Manuel Mujica Láinez: El hombrecito del azulejo



Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

viernes, 24 de mayo de 2019

miércoles, 3 de abril de 2019

Mapa conceptual sobre la literatura del Realismo y el Naturalismo


Pincha en la imagen para ver completo el mapa conceptual en la web


Presentación sobre este período de la literatura

Presentación de la profesora Marian Calvo sobre el Realismo y el Naturalismo

Cuestionario sobre el Realismo y el Naturalismo.
  


miércoles, 6 de febrero de 2019

Gustavo Adolfo Bécquer: El Miserere (Leyenda completa)


El miserere

¿Qué es un Miserere? Intenta definir ese tipo de obra musical. (consulta un diccionario)
·         ¿Sabía música el narrador? ¿Qué placer sentiría al pasar horas hojeando la música de una ópera?
·         Los términos italianos “allegro, maestoso… “, que aparecen como notaciones en las obras musicales, ¿qué indican?
·         ¿Qué anotaciones sorprendieron al narrador? ¿Qué hizo para aclarar sus dudas?
Anota los párrafos que forman la introducción del relato.
·         ¿Qué hechos se narran en el “desarrollo”?
·         ¿Copia el desenlace del relato?
·         ¿De qué recursos se vale el escritor para convencernos de la verosimilitud del relato?
¿Por qué podemos decir que se trata de un relato romántico? Señala las características del Romanticismo que encuentres en ella.

Fuente: blog de Jose Manuel Coruxo