La coartada de los tres hermanos de la suicida fue
verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco
de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las
siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación
imprudente en un accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se
encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta
las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había
apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía.,
donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos
almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en
ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos
alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la
antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer,
que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su
casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por
el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el
portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción
que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria
revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y
salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre
la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un
vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de
cianuro de potasio. A continuación, se puso a leer el diario, bebió el veneno,
y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El
periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto
de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del departamento, pero, como se
puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos.
Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos
aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.
Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el
cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al
whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado
en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida
había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del
mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens
iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que
ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas
mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había
quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba
distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en
disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui
designado por mis superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los
informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido,
se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente
inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie
había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de
manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera
cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no
hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario
significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y
había un indicio que lo comprobaba: ¿Dónde se hallaba el envase que contenía el
veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue
posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel
indicio resultaba extraordinariamente sugestivo.
Además, había otro: los hermanos de la muerta eran tres
bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los
bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del
todo satisfactorios.
Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado
en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la
presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a
su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de
veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para
ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de
hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a
ésta, había enviudado tres veces.
El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer
extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello
totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa
alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa
estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel
“accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese
carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte
beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y
utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba
prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a
las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque
las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su
auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho
anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de
análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba
detenida la sirvienta, con una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien
había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana
y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela
policial, pero convenía verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era
absolutamente disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens
me preocupaba (diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente.
Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo,
posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y
complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan
identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas
alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el
whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el
vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito
quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad,
llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente
a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba
grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me
senté frente a ella y le dije:
-Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora
Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
-No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña
que lo fabricaba en pancitos. –
Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su
estupidez.- Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor
Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento. Crimen
perfecto.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la
suicida con el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el
agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios
pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la
presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos:
–El agua está envenenada y los panes de este hielo están
fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado.
Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el
fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito
congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que
aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito
de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre
la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido
a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio,
la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que, juzgando el whisky
suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo
aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde
trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el
laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo,
levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la
boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.
Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un
frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.
ACTIVIDADES DE COMPRENSIÓN LECTORA:
1. Los tres hermanos de la víctima y posibles sospechosos,
¿Cuáles son las coartadas tenían respectivamente para la hora del crimen? ¿Son
creíbles y verificables?
2. ¿Qué pistas hacían dudar a los investigadores de que se
había suicidado? ¿Por qué dudaban de ellas?
3. El investigador, finalmente llega a la conclusión de que
la señora Stevens había sido asesinada, ¿a qué se debió esto? Explica tu respuesta
4. ¿Qué datos hacen creer al investigador que los hermanos
tenían que ver con el crimen?
5. ¿Qué características se mencionan de la víctima?
Enuméralas.
6. ¿Qué primera hipótesis se plantea el detective? ¿Resultó
efectiva? ¿Por qué?
7. El detective se plantea una nueva hipótesis, menciónala y
describe cómo llega a tener la revelación.
8. ¿Quién fue el homicida? ¿Cómo hizo para matar a su
hermana sin estar presente en el lugar del hecho?
9. ¿Cuál fue el destino del homicida?
10. ¿Cuál es tu opinión del cuento? Justifica tu respuesta.
ACTIVIDAD DE CREACIÓN:
1. Crea un cuento policial breve que posea los siguiente elementos: Un crimen o enigma a resolver, un detective, una serie de pistas y sospechosos y que se resuelva de manera lógica.
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